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viernes, 3 de agosto de 2018

La foto (Autor: Enrique Anderson Imbert)


Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y…

¡Clic!

Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.

Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.



La ventana abierta (Autor: Saki)

 -Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime, Bertie, por qué saltas?
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.



Viejo con árbol (Autor: Roberto Fontanarrosa)


    A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
--Ojo con la vía, alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
--No pasan trenes, casi, tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
--¿No vino la hinchada?, ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
--La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá, bromeó alguno.
--Por ahí es amigo del referí, dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha --casi a desgano, aprovechando para desperezarse-- cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
--¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? --medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
--No sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado. Música dijo después, mirándolo de nuevo.
--¿Algún tanguito? probó el Soda.
--Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
--Pero le gusta el fútbol --le dijo--. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
--Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte --dictaminó después--. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
--Mire usted nuestro arquero --efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra--. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales --se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba--. Bueno... Eso, eso es la escultura...
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
--Vea usted --el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner-- el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
--Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
--Y escuche usted, escuche usted... --lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido--... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
--Y vea usted a ese delantero... --señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado--... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
--¿Qué cobró? --balbuceó indignado.
--¿Cobró penal? --abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha--. ¿Qué cobrás? --gritó después, desaforado--. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
--¿Y eso? --se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
--Y eso... --vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra--...Eso es el fútbol.

A fin de cuentas (Autora: Paula Tomassoni)

     A lo largo de todo el día Mariana se cuestionó si era lógico tanto escándalo por una pregunta que había hecho solamente para no quedarse callada.
    Se había levantado primera, Camila dormía (el aire del mar la agotaba) y Julián se había quedado un rato más en la cama. Ya en la cocina del departamento, despejó la mesa, puso la pava para el mate y preparó algunas tostadas con el pan del día anterior. Es cierto que podría haberse vestido y molestado hasta la panadería de la otra cuadra para comprar medialunas rellenas con dulce de leche y bañadas en chocolate, que eran las preferidas de su marido, pero esta vez le dio fiaca y optó por un desayuno más sencillo. Entonces se había levantado Julián, que se acercó hasta la mesa vestido como había dormido (remera con el dibujo del planeta tierra y calzoncillos negros), y casi sin decir “buen día” le había contado lo que soñó.
     - Yo era yo, digo, estábamos acá, en San Bernardo, y venía un tipo ruso o algo así y me pedía que me subiera a un avión para ir a bombardear. “Es fácil” me decía, “Con esta palanca volás el avión y con el botón rojo tirás las bombas”. Entonces yo ya estaba vestido como soldado y aunque le repetía que nunca había volado un avión ni tirado una bomba, ya me estaba subiendo para proceder. ¿Entendés? Es de locos. ¿No es de locos? Yo manejaba un avión y tiraba bombas en la guerra mundial.
      Ahí había hecho una pausa, y la había mirado. Ella estaba sorbiendo el mate y le sonrió mordiendo la bombilla. Y cuando volvió a echar agua del termo sobre la yerba nueva, preguntó:
     - ¿Aviador? ¿En qué guerra? ¿La primera o la segunda?
     La cara de Julián se había crispado al punto de hacer temblar al planeta tierra que llevaba en la remera. Rechazó el mate que ella le ofrecía y antes de levantarse de la mesa le contestó:
     - ¿Y eso qué mierda tiene que ver?
     Más recordaba Mariana la escena, más ridícula le parecía la reacción de su marido: se había cambiado de ropa y había dejado el departamento para volver después del almuerzo a decirle que eso no daba para más, que se volvían a Buenos Aires y él se iba a ir a dormir por un tiempo a lo de su vieja.
     - ¿Por una guerra mundial?
     Con el comentario de “No sé si sos o te hacés” Julián se había metido adentro del cuarto y cerrado la puerta. “Otra vez” pensó Mariana metiendo los platos sucios en la pileta. Miró a su hija: ajena por suerte a todas las batallas, se chorreaba comiendo una naranja.
     Julián se había quedado encerrado toda la tarde. A las seis, cuando apareció en la cocina, Camila recién se levantaba de la siesta y Mariana había preparado unos mates (esta vez sin tostadas porque se le había cerrado el estómago). La escena era tan parecida a la del desayuno que se juró a sí misma quedarse callada, pero entonces él le dijo que ya había metido la ropa en los bolsos, que sacara a pasear a la nena mientras cargaba el auto y ordenaba el departamento.
     No muy convencido de que hiciera falta agregar algo había dicho: “No da para más. Es una tras otra. La de hoy a la mañana colmó el vaso, pero no da para más”. Se refería, claro, a la sucesión de discusiones que venían teniendo los últimos tiempos. Así fue como Mariana levantó a la nena, le puso el vestidito que estaba sobre la silla, la peinó y salieron.
     Caminó cinco cuadras con su hija a upa. Recién cuando estuvieron sentadas en el Trencito de la alegría, del lado de la ventanilla, empezó a reconocer que era cierto, que se estaban peleando mucho últimamente, pero ¿Qué hubiera sucedido si esa mañana ella no le preguntaba nada? Si le hubiera dicho que qué buen sueño, o qué loco, o hubiera respondido cualquier cosa, ¿Hubiera durado más su matrimonio? ¿Y sus vacaciones?
     Una Superpoderosa de cabeza gigante pasó por el pasillo del tren regalando caramelos. Ben 10, un muchacho delgadísimo de traje brillante, recorría los asientos pidiendo los boletos. El Hombre Araña se sacaba fotos con unos chicos en la vereda. 
     Arrancaron. La música fuertísima retumbaba en las paredes metálicas del vagón, se mezclaba con las luces de colores. Mariana y Camila agitaban una maraca plástica con movimientos mecánicos. Un padre bailaba en el pasillo con la Superpoderosa y el resto del pasaje aplaudía siguiendo el compás. Cada ocho o diez cuadras, el tren aminoraba su marcha para el espectáculo del Hombre Araña. El superhéroe bajaba de un salto y se adelantaba unos metros, cortando camino por terrenos baldíos o calles transversales. Se trepaba a un árbol, un techo o una medianera y, colgando de las piernas como un acróbata, esperaba que pasara el vagón con sus admiradores. El conductor del tren lo anunciaba por el micrófono: “todo el mundo mirando a la izquierda” y corría a iluminarlo con una luz redonda como la de un circo.
     Recién había empezado a anochecer cuando el trencito se detuvo y ante la orden del parlante los pasajeros fueron a observar al Hombre Araña que se balanceaba en la rama más alta de un pino de tronco pelado. “¿Cómo se subió?” preguntaba uno de los chicos mientras su mamá aplaudía. Lo vieron después cruzar la plazoleta haciendo medialunas y más tarde suspenderse agazapado en lo alto de la reja del portón de un depósito. “Altísimo” comentaron. El tren siguió andando y al grito de “Todo el mundo mirando a la derecha” los de la izquierda se abalanzaron sobre las ventanillas del otro lado del pasillo. “¡Allá!” gritó alguien que estaba sentado cuando la luz iluminó la esquina de un paredón de ladrillos salientes, a unos tres metros del piso. El Hombre Araña, apoyado de espaldas a la pared, se sostenía de los pequeños huecos que le dejaba el revoque caído de las juntas. Giraba la cabeza hacia ambos lados, buscando villanos. Mariana, que había tenido que pararse, subió a la nena a upa para ver si podían ver algo entre el tumulto. No pudo y fue una suerte porque de pronto escuchó el ruido de un golpe y un grito. O al revés. Y enseguida la explicación: “Se cayó”. La gente gritaba y se lamentaba sin correrse de sus puestos de observación. “Sangre” gritó una señora. Todos coincidieron en que estaba perdiendo mucha sangre. Alguien pidió que buscaran una ambulancia. “Ya llamaron” fue la respuesta, y hubo que esperar.
     Mariana había vuelto a su asiento y entretenía a la nena con la maraca. Lo único que le faltaba a su hija ese día era ver al Hombre Araña con la cabeza rota en la vereda.
     -¿Está muy mal?- pregunto a una mujer que había decidido volver a su lugar.
     - Hay mucha sangre- le dijo- Ahora le van a sacar la capucha. Para mí, está muerto.
     Si estaba muerto, iba a salir en el diario. Primero pensó en Julián, que a esa hora estaría cargando los bolsos en el baúl del auto. Después se preguntó qué pensarían los pibes que se habían sacado fotos con el Hombre Araña en la vereda, cuando leyeran la noticia. Una cosa era un recuerdo con el superhéroe, otra muy distinta era una foto con el que, minutos después, se había muerto trágicamente cayéndose de una pared. Seguro que alguno la guardaba en el álbum abrochada al recorte con la noticia.
     Qué vacaciones. Pensar que después de un año entero de peleas, acusaciones y sospechas, los dos habían pensado que unos días en la playa iban a calmar las aguas.      Tomar sol sobre toneles de pólvora. No era tanto una cuestión de guerras mundiales, después de todo. Entonces Mariana pensó en el álbum de fotos de Camila, que ni siquiera había empezado el jardín. Habían sacado muy pocas en el brevísimo tiempo que habían estado en la playa: una cosa era el recuerdo de cuando fueron al mar, otra muy distinta era el registro fotográfico del fin de su joven familia.
     Paró una ambulancia y los médicos alejaron a la gente del cuerpo. Algunos, que habían bajado, volvieron a subirse al tren. La primera información entró como un rumor, como llega una ola a la orilla: “Respira”. Todos se sintieron más aliviados (o eso dijeron). Una de las Superpoderosas paró de llorar para explicar: “Ya recobró el conocimiento. Y responde a las preguntas de los médicos”. La segunda información llegó como un grito: “¡Es una nena!
¡El Hombre Araña era una nena!”. Y enseguida: “Hijo de puta”: los insultos iban dirigidos al conductor, dueño del Trencito de la alegría, que hablaba nervioso con el chofer de la ambulancia. La gente opinaba: “No tiene más de catorce”. Algunos volvieron a levantarse para verla. La describieron: era joven, morochita, tenía el pelo atado, había sangrado mucho, decían. Alguien exigió que avisaran a la policía. “Ya la llamaron”.
     Nadie informaba nada, así que los que venían en el trencito terminaron de ocupar sus asientos. “Quién se iba a imaginar” alguien dijo. Un chico de unos diez años que había ido sentado atrás de Mariana, le preguntó a su madre por qué, si era una chica, no la habían disfrazado de Mujer Araña. “Andá a saber”.
     Se preguntó si Julián estaría preocupado por la demora. No le había dicho que iban a andar en el trencito, capaz creía que estaban comiendo algo por ahí. A esa hora estaría pasando un trapo al piso del departamento. Saldrían en un rato, le gustaba manejar de noche. ¿Qué opinaría sobre este asunto de que el Hombre Araña era mujer? Que era una boludez, seguro, como siempre: todo lo que para ella era importante, para él era una boludez.
     La ambulancia partió prendiendo la sirena. El tren volvió a arrancar, manejado por Ben 10 que, sin careta, aparentaba dudosos dieciocho años. El dueño se subió al patrullero. Al despejarse el lugar, quedó sobre la vereda una mancha grande de sangre, ni femenina ni masculina, desarmándose en hilitos que buscaban discurrir por las inclinaciones de las baldosas. El viaje de regreso fue lento y sin música. La gente no hablaba. Los chicos más chicos se durmieron. Camila no, porque había dormido la siesta. Mariana la miraba y pensaba si alguna vez iba a perdonarlos. ¿Y si Julián las esperaba en la estación del tren y cuando llegaban iban a cenar y arreglaban todo? Si al fin y al cabo, se querían.
     Cuando bajaron por la escalera de chapa del Trencito de la alegría ya era de noche. La calle peatonal estaba llena de gente, música y espectáculos callejeros. Nadie sabía lo del Hombre-Niña Araña. Nadie sabía que Julián quería irse de casa.
     Fueron a comer un pacho, un poco porque tenían hambre y un poco porque ella quería demorar el regreso. Al llegar al edificio, estaba el auto en la puerta y él adentro. Le dio la llave del departamento para que fueran al baño antes de salir.
     Decidió no contarle nada del tren. Después de asegurar a Camila en el asiento de atrás, Mariana se sentó y apoyó la cabeza sobre el asiento blando, pensando en la vereda filosa y dura. Se puso el cinturón de seguridad y se acomodó para dormir dándole la espalda a Julián y sus guerras mundiales. Él arrancó el auto y puso bajito el cd de los Rolling. Así que eso era separarse.