Jaime y Paula se casaron. Ya
durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos
meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro,
le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de
girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía
y…
¡Clic!
Poco después, la muerte.
Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-,
le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.
Una mañana, al despertarse, vio
que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó
más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se
superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta.
El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes
comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza,
se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un
cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al
final un gran girasol cubrió la cara de Paula.
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