En casa se
ha posado una esperanza. No la clásica, la que tantas veces se revela ilusoria,
por mucho que así nos
sostenga siempre. Sino la otra, bien concreta y verde: el insecto.
Hubo un
grito sofocado de uno de mis hijos:
—¡Una
esperanza! ¡En la pared y justo encima de tu silla!
Emoción de
él, además, que unía las dos esperanzas en una sola, ya tiene edad para eso.
Ante mi asombro: la
esperanza es algo secreto y suele posarse directamente en mí, sin que nadie lo
sepa, y no en una pared
encima de mi cabeza. Pequeño desorden: pero era indudable, allí estaba, y más
flaca y verdeno podía
ser.
—Pero si
casi no tiene cuerpo —me quejé.
—Sólo tiene
alma —explicó mi hijo; y como los hijos son para nosotros una sorpresa,
descubrí sorprendida
que hablaba de las dos esperanzas.
Por entre
los cuadros de la pared, ella caminaba despacio sobre los hilos tenues de las
largas patas.
Tres veces,
obstinada, intentó salir entre dos cuadros; tres veces tuvo que desandar el
camino. Le costaba aprender.
—Es tontita
—comentó el niño.
—De eso yo
sé bastante —respondí, un poco trágica.
—Ahora busca
otro camino. Mira, pobre, cómo titubea.
—Ya lo sé,
así es.
—Parece que
las esperanzas no tienen ojos, mamá. Se guían con las antenas.
—Lo sé
—continué yo, cada vez más desdichada.
Nos quedamos
mirando no sé cuánto tiempo. Vigilándola como en Grecia o Roma se vigilaba el inicio del
fuego del hogar para que no se apagase.
—Ha olvidado
cómo se vuela, mamá, y cree que sólo puede andar así, despacio.
Andaba
realmente despacio; ¿estaría herida, tal vez? Ah, no; si hubiese sido así, de
un modo u otro escurriría
sangre, conmigo siempre ha sido así.
Fue entonces
cuando, presintiendo el mundo comible, por detrás de un cuadro salió una araña.
Más que una
araña, parecía «la» araña. Caminando por su tela invisible, parecía trasladarse
suavemente por el aire. Quería
la esperanza. ¡Pero nosotros también la queríamos, vaya! Dios mío, la queríamos
y no para comérnosla.
Mi hijo fue a buscar la escoba. Yo, débilmente confundida, sin saber si
desgraciadamente había
llegado la hora segura de perder la esperanza, dije:
—Es que no
se matan las arañas. Me han dicho que trae buena suerte…
—¡Pero ésta
va a matar a la esperanza! —respondió mi hijo con ferocidad.
—Tengo que
hablar con la empleada para que limpie detrás de los cuadros —dije, sintiendo
la frase desviada y
oyendo el cansancio cierto que había en mi voz. Después fantaseé un poco sobre
cómo sería de sucinta y
misteriosa con la empleada; tan sólo le diría: haga usted el favor de facilitar
el camino de la esperanza.
Muerta la
araña, el niño inventó un juego de palabras con nuestra esperanza y el insecto.
Mi otro hijo, que
estaba viendo la televisión, lo oyó y se echó a reír con placer. No había duda:
en casa se había posado la
esperanza en cuerpo y alma.
Pero qué
bonito es el insecto: se posa más de lo que vive, es un esqueletito verde y
tiene una forma tan delicada
que explica por qué yo, que tengo la costumbre de agarrar las cosas, nunca he
intentado agarrarla.
Por otra
parte, una vez, ahora lo recuerdo, se posó en mi brazo una esperanza mucho más
pequeña que ésta. De
tan leve que era no sentí nada, sólo visualmente me di cuenta de su presencia.
Permanecí absorta en
la delicadeza. Sin mover el brazo, pensé: «¿Y ahora? ¿Qué debo hacer?». En
realidad, no hice nada. Me
quedé extremadamente quieta, como si me hubiese brotado una flor. Después ya no
recuerdo lo que pasó. Y
creo que no pasó nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario